El fracaso es un huérfano que pulula por ahí sin encontrar quien lo haga suyo. Al fracaso no lo acoge nadie en casa y dice es mío, me pertenece. Hay un fracaso español sin padre, rodeado de hijos mimados. La conciencia española siempre ha residido en la gente que nos recordaba, durante siglos, que con la nacionalidad también asumíamos una dosis de fracaso, de catástrofe, de fatalidad. Casi siempre esas voces eran castigadas con la persecución, el exilio o el desprecio. Ante la felicidad inédita de tres décadas en democracia, esas voces no sonaban necesarias ni adaptadas a la modernidad. Al reaparecer la sensación general de fracaso quizá recuperemos la tradición. No sé si nos duele España, pero en las últimas semanas la gente vuelve a pronunciar con fatalismo y desesperación cómica esa expresión tan nuestra: ¡qué país!
Uno de los peores síntomas fue el de emparentarnos con los países mayores, a costa de despreciar a los más similares. Grecia, Portugal o Italia nos parecían mala compañía. No te juntes con esos. Y hasta veíamos su corrupción como ajena. Si algo ha permitido que en España pasaran las cosas que están pasando ha sido el desapego cultural, la jaleada primacía del zoquete (...). PIncha aquí para seguir leyendo
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